entre la cruz y la espada… o entre la espada y la pared

I.

Me siento medianamente orgullosa de ser poco hinchapelotas en lo que a maestras jardineras se refiere. Soy primeriza y en 27 meses de jardín maternal sólo una vez me quejé de algo: del, a mi entender, excesivo aire acondicionado durante el verano -en mi opinión, regulado pensando en las maestras y no en los chicos que suelen llegar transpirados al jardín, al menos los de turno tarde-. Pero en general soy bastante copada -incluso diría de la exitistas, o excitadas, que se emocionan cuando las convocan a mandar alguna boludez al jardín y dedican horas a pensar en la «tarea»-. No obstante, siempre llega un día en que algo que hizo/hace una persona a la cual confiaste a tu hijo no te gusta nada…

II.

Hace un tiempito que P. aprendió a preguntar «queseso». Desde entonces usa muchísimo el índice de la mano derecha: apunta y lanza «queseso», con un tonito que es dulce y gracioso las primeras 25 veces y empieza a resultar un toquecín cansador las siguientes 345.983.

– ¿Queseso?

– Una luz.

– ¿Queseso?

– Una lámpara que está apagada.

– ¿Queseso?

– Un bicho bolita.

– ¿Queseso?

– Un bicho bolita

– ¿Queseso?

– Ya te dije, un bicho bolita.

– ¿Queseso?

– A ver, ¿qué es eso?

– Un bicho bolita.

– Muy bien.

– ¿Queseso?

– La estufa, que no se toca porque quema.

– ¿Queseso?

– LOSPAPELESDELTRABAJODEMAMÁQUENOSETOCAN.

Imagino que ya se van imaginando mis días…

Pues llegó uno en que mi respuesta a su ya clásico queseso fue un «la Catedral». Desde entonces, cada vez que la ve (les cuento que la «nueva» Catedral tiene dos torres altísimas que se ven, casi, desde cualquier punto de la ciudad, o sea que la ve muy seguido) grita «la Cateal». Tanta fascinación le genera que ya dos veces, haciendo tiempo, me metí mis… opiniones en algún lugar recóndito y lo llevé a recorrerla por dentro. Después de todo, es un bello palacio arquitectónico y un gran atractivo turístico para toda Sudamérica, ¿no? Asique le mostré los techos altísimos, los bellísimos vitraux, esquivé las dos estatuas de Cristo (una en la cruz, otra luego de la cruz, desangrándose) porque para escenas de tortura ya va a tener tiempo, y me vi corriendo tras él al grito susurrado de «acá no se grita» y «acá no se corre». Correr al grito de «no se corre» es una experiencia única.

La cuestión es que hace unos días le estaba contando a mi madre, adelante de P., que fuimos a la Catedral, y el niño acotó muy convencido y en un lenguaje nunca tan bien pronunciado: «ahí vive Jesús». Madre y yo nos miramos y dijimos al unísono: «la abuela L.». No podía haber otra respuesta.

III.

Mi suegra es bastante copada como niñera. Mi suegra pregunta. ¿Qué te parece que le dé de merienda? ¿Toma jugo o mejor le doy agua? ¿Y juguito exprimido? ¿Lo llevo a la plaza o hace mucho frío? ¿Qué pañales compro? Quizás pregunte demasiado, pero entre los dos extremos prefiero éste, porque lo entiendo como una forma de respeto por la autoridad mater-paterna.

Ahora bien, la casita de Jesús, su casita de Jesús, estaba poniendo en duda todo esto.

Asique el jueves me apersoné con el niño, como todos los jueves, en su casa, y le conté que fuimos al médico del pie y que todo bien, y le dije que no, que no me parecía que vayan a la plaza porque ya está refrescando, que sí, que mi abuelo está mejor, que gracias. Y justo antes de despedirnos, con la voz más dulce e inocente que me salió y unos grandes ojos expectantes lancé:

– L., ¿vos le dijiste a P. que en la Catedral vive Jesús?

Sospecha: vive a 5 cuadras de la Catedral y desde su balcón se ve perfectamente.

– Sí. ¿Está mal?

– No, mal no, pero…

Pero. ¿Pero qué? Por supuesto que lo tenía más o menos ensayado, no así ella, que fue tomada por sorpresa.

– Yo entiendo que estas cuestiones tienen que ver con tus creencias, con tu identidad, me parece lógico que las trasmitas. Lo que a mí me gustaría es que cuando le digas cosas como esas antecedas con un «yo creo que».

Yo creo, yo opino, a mí me parece, a mí me dijeron, me contaron, yo pienso, mil y una expresiones que permiten trazar esa brecha entre La Verdad y una versión posible.

– Se lo dije como una cuestión simbólica, como quien dice que en el castillo vive el rey.

– Me imagino que te salió espontáneamente. Si me hubiera preguntado a mí quién vive ahí seguro le hubiera contestado otra cosa…

– ¿Le hubieses dicho que vive el cura?

– No. Le hubiese dicho que no vive nadie y que trabaja un señor los domingos. Probablemente luego le dijera quién le paga el sueldo a ese señor. Y qué pienso yo de que le paguemos el sueldo. Pero todo eso de más grande. Por ahora, sólo que no vive nadie y trabaja un señor los domingos.

También cometí sincericidio.

– Yo no soy una persona tolerante. Pero quiero educarlo a P. en la tolerancia y el respeto por la diversidad. J. y yo decidimos que va a tener una educación laica, pero se va a cruzar con mil católicos. Y de a poco irá formando su propia opinión y cuando sea grande podrá decidir sobre estos temas.

IV.

No sé de dónde me viene tanto anticlericalismo. Sí, mis padres son ateos. Pero no siempre lo fueron. Mi padre era católico, mi madre, luterana. Mi abuelo, incluso, pastor. Y ninguno de los tres se ha enemistado con la iglesia. Simplemente se alejaron. Incluso mis padres me preguntaron si quería tomar la comunión cuando todas mis compañeras de colegio (laico) lo hacían y yo decidí que no.

¿Habrán sido tantos años de marxismo en la facultad? No. Ya en el secundario me generaban bastante rechazo los santitos y virgencitas que inundaban la casa de una de mis amigas.

«Entre la cruz y la espada» representa sin lugar a dudas a la poco honrosa iglesia católica argentina. Nunca mejor elegido el título de Obregón. Sí, hubo y hay gente rescatable allí, pero serán un 5, no más de un 10%.

Y en cuanto a Jesús… bueno, mi abuelo lo ha sintetizado perfectamente: cristianismo es amor al prójimo. Mi abuelo siempre cuenta esa parábola en la cual hay una persona que se está ahogando y un cristiano se pone a rezar para que se salve. Y un ateo se arremanga y se mete a salvarlo. «¿Quién es más cristiano?», pregunta mi abuelo.

Entre la espada y la pared… ¿quedó mi suegra o quedé yo?

Ya nos sabemos de memoria la frase de Gibrán sobre los hijos de la vida y los arcos y las flechas. P. será lo que quiera ser. Pero yo sigo cruzando los dedos y repitiendo como un mantra «que sea ateo, que sea ateo», como las embarazadas repiten «que sea sanito».

Y bueno, ya lo dijo Fito: errar a veces suele ser humano.

ven a mi casa suburbana

Suburbio es una palabra que conocí con series yankees. Ésas de familias con dos autos, que compran en supers que entregan la comida en bolsas de papel. Suburbio me sonaba a Beethoven. O a Aquellos años felices.  Pues resulta que gracias al nuevo plan de construcción de viviendas, los hijos de la clase media empobrecida que alquilábamos o vivíamos de prestado en la ciudad, ahora somos propietarios en los suburbios. O seremos, en 2 décadas, de una casa que ya habitamos y que cada día es un poquito más nuestra.

El barrio que nos recibe, si bien se va llenando, poquito a poco, de esos cartelones azul francia que anuncian la construcción financiada por el gobierno, nos considera un bicho raro. Fuimos a parar entre la casa de un albañil y la de un camionero. Yo creo haber hecho buenas migas con la esposa del segundo, pero J. dice que seguimos siendo los raros.

El hijo más chico del albañil juega con nuestro hijo. Como recién cumplió 3, aun no va al jardín… como el nuestro, institucionalizado desde los 4 meses de edad. Los veo jugar y pienso qué tan diferentes serán sus recorridos los próximos años, viviendo pared de por medio. R. irá al jardín del barrio, al público, como fueron sus hermanos mayores. P. no sé adónde irá, pero probablemente a alguno del centro, ya que no me convence el público del barrio, pared de por medio con la cárcel, ni el privado del barrio, bautista.

Con J. hablamos muchos sobre el cambio de vida. En el pasillo donde vivíamos antes, no nos hablábamos con nadie. Bueno, sí, con el señor del 2 que se ocupaba de la luz del pasillo es muy amable. Y una vez le recibí una caja de Natura a la revendedora del 4. Una vez… en 5 años. A la del 4 que se llama «Eli», de Elizabeth, o de Elisa… El del 2, en cambio, sé fehacientemente que no se llama Elizabeth ni Elisa. Se llama… ejem…

Acá sé perfectamente cómo se llaman los vecinos. Sobre el dueño del «ua ojo». Unos saludan a la bandera. Otros a dios. Nosotros todas las tardes saludamos al camión de D.

P con el uá ojo

libros estancados, libros que fluyen

Hace unos días decidí vender algunos libros. Los publiqué en facebook. Suscité reacciones esperables. Pero la cantidad y calidad de estas comenzaron a motivar este post, que entiendo que debería empezar con algunas aclaraciones:
– amo los libros. Los nuevos me gustan por una razón, los usados por otras, los amo a todos.
– fui (desde chica), soy y seré muy feliz leyendo, en especial ficción, sobre todo novelas.
– me gustan más los libros en papel que digitales.
– quiero inculcar el hábito de la lectura en mi hijo, me gustaría que consuma poca tele y hace tiempo que todas las noches leemos cuentos y amamos ese momento de lectura compartida.
– considero de las peores atrocidades de la historia la quema de libros que hicieron ciertos grupos en el poder.
Aclarado todo esto, les cuento que he decidido vender algunos libros porque me mudo a un lugar más chico y no voy a tener lugar donde ponerlos. Y porque revisando mi biblioteca me di cuenta de que a algunos no los voy a volver a leer o no los voy a leer nunca. Y en un momento apretado económicamente incluso unos pesitos extra no me vienen mal.
No puse a la venta toda mi biblioteca. Algunos, los que tienen un valor afectivo por razón equis (dedicados, por ejemplo, o con los que fui muy feliz y me gustaría compartir con mi hijo cuando sea mayor), los que uso o podría llegar a usar pronto para trabajar, los que son muy difíciles de volver a conseguir si los volviera a necesitar/querer, decidí quedármelos. Otros, que ni muy muy ni tan tan, van a parar a lo de una genialísima amiga que se ofreció a cuidármelos a cambio de leerlos -soltera, sin hijos, con depto. grande, intelectual en el sentido de que trabaja de leer y escribir y de que ama los libros-. Un tercer grupo decidí donarlos a una biblioteca infantil que adoro y con la que amo colaborar, porque creo que son para adolescentes y están abriendo una sección de adultos. Y el cuarto grupo es el que Uds. conocen a través de mis ofertas vía fb.
Algunas de las reacciones suscitadas han sido las siguientes:
– ¿¡Estás rematando toda tu biblioteca!?
– ¿¡Pasa algo que vendés todos tus libros!?
– Me da pena que te desprendas de tantos libros.
– Lamento ser beneficiario de tu nueva concepción pragmática de la vida (luego de una explicación de las razones y modalidades del desprendimiento parcial, luego de encargarme varios libros a la venta)
– No puedo creer que te deshagas de los libros que trajiste de viajes
– Entiendo que los niños ocupan lugar pero yo prefiero vivir apretaditos
Y siguen las firmas…
Amo los libros pero cada día me genera más repulsión la pose intelectualoide que alardea del tamaño de su biblioteca. Al parecer, «dime cuántos libros tiene tu biblioteca y te diré quién eres»… Mi tía, que era profesora de letras, me dijo una vez, en mi adolescencia, cuando me sorprendí de que no había leído uno de los libros de su biblioteca: «todo profesor de letras tiene muchos más libros de los que ha leído».
No puedo dejar este post sin contarles una anécdota de un amigo muy intelectual que siempre tuvo tremenda biblioteca (si lo conocieran sería mucho más rica la experiencia) que un día me lo encontré en la plaza, cuando se estaba por separar, y me dijo «estoy leyendo un libro que la historia de un tipo que se le cayó la biblioteca encima ¡Soy yo!».
Amo los libros pero por sobre todas las cosas amo la gente que lee. Me parece que la vida es más maravillosa, rica e interesante leyendo. Por eso me gusta que los libros circulen. Que no se queden durmiendo en una biblioteca. Que los tenga el que tenga tiempo y ganas de leerlos -no sé si conocen el Movimiento Libro Libre pero trata más o menos de eso-.
Debo rescatar la autocrítica de uno de mis interlocutores preocupados vía chat de fb: «está bien… hay un fetiche con los libros… venderlos es desenmascararlo…je».
En mi adolescencia tenía en mi pieza una biblioteca de caña en la cual copié una frase con fibra amarilla: «Un libro abierto es un cerebro que piensa; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que sufre». Creo que mi próxima biblioteca volverá a tener la frase…

 

Una buena patada en el culo

Este es uno de esos post que quizás no deberían ver la luz, pero bueno, o no escribo o escribo así, asique escribo así, al menos hoy, acá, mientras el pibe revolea jovies que se parten al caer entre las migas de la madalena que descuartizó y ahora estoy notando que tiene la frente decorada con lapicera. Y va el 4to. día de encierro por pestes. Sabía ya que las vacaciones de invierno serían un chiste, por eso le dije a la seño que sí, que seguiría yendo en vacaciones pero si tenés nene chico no planifiques. Disculpen, debo hacer una pausa no porque el pibe se haya trepado a la mesa donde apoyo la laptop sino porque me está tapando la visión con su cabezota que se acerca para… darme besos… Perdón. Ahí vuelvo. El amor me reclama.
Ahora sí, intentaré seguir escribiendo mientras veo el body cagado reposando sobre el lavarropas. El tiempo de penetración del quitamanchas es una excelente excusa para postergar un buen rato tarea tan ingrata. En fin. Quería escribir sobre los temas de siempre. De siempre y no tanto. Porque que la maternidad es una topadora que te pasa por encima ya no es novedad. Ya no es políticamente incorrecto decirlo. Ya casi que aburre. Lo que pasa es que a mí se me juntó con una postergada crisis vocacional. Como que me pasé años en piloto automático, carrera de grado, maestría, beca ¿y después? Y después el hijo, en el medio del doctorado. En el medio o al principio, porque esa tesis es un eterno volver a empezar. A mí lo que me pasó con el hijo es que soy más consciente de las horas. De las horas por día que se van en qué. Debe haber algo de cosa culposa de dejarlo, porque a veces me he preguntado y de hecho me negué a dejarlo más de 4 hs. seguidas en un jardín. La pregunta sería si mi vocación estuviera más clara, si mi trabajo me diera más placer, si entonces podría dejarlo más. O si el contenedor donde depositarlo fuera su padre/mi pareja (si no laburara todo el día), una abuela o algún otro afecto que le dedicara un cuidado más personalizado y afectuoso que la maestra.
Tengo claro que no quiero ser madreamadecasa. No podría. Estos días que no va al jardín compruebo, por si me quedaran dudas teóricas, que es malo para él y malo para mí. Al menos a esta edad, me agota. Y termino tratándolo mal. Y padeciéndolo. Ni hablar de generarle algún actividad copada como las del jardín si tengo tantotrabajoatrasadomáslascosasdelacasaylaobra. En cambio cuando pasamos unas horas separados respiramos, interactuamos con otros seres, nos extrañamos y volvemos a encontrarnos renovados.
Volviendo: la beca se acabó. Y me encuentro buscando trabajo y corriendo tras las changas que encontré a la fecha. Y, dentro de ciertos límites, mi condición para aceptar un trabajo tiene mucho que ver con que cierre la ecuación tiempo-dinero. Hola capitalismo salvaje. Lo que la maternidad me ha dado es más conciencia de la alienación. De la explotación, pero también de la alienación. Tanto en la carrera de egos de la academia como en la mismísima maternidad. Alienación.
Paréntesis. Ese cuaderno viejo que le permití que destrozara para seguir escribiendo resultó tener dentro las notas de mis alumnos. Debo intervenir. Ahí vengo.
Pero como no hay mal que por bien no venga o como dice por ahí una especie de pintada de mi barrio «no te desanimes, hasta una patada en el culo empuja para adelante». Asique he decidido enfrentar mi crisis vocacional. Creo estar re-encontrándome con algo de mí que quedó sepultado como dos décadas atrás. Creo que lo que me daba placer era leer y escribir. Pero la autocensura, producto de la excesiva autoexigencia, ganó siempre la batalla, unas veces bajo la forma de «no se me ocurre sobre qué escribir», otras bajo la forma de «no tengo tiempo». Y, oh, la maternidad puede ser, al menos 10 años más, una perfecta excusa del segundo tipo.
Nunca sé como cerrar un post y esa podría ser una excusa para dejarlo eternamente en borrador. No. Hoy no.

HPIM7874

vuelta por el universo

Este blog viene siendo un fracaso. Me propuse escribir sobre algo más que la maternidad y aquí estoy, volviendo de la no-escritura. No es que no haya nada para compartir. Es que a veces el tiempo es poco y cuesta sentarse a ordenar en palabras.
Este semestre fue una vorágine. Pero bien valdría decir que van más de dos años de montaña rusa. Desde que esas dos células se unieron dentro de mí, supongo. Antes el tiempo parecía transcurrir más lento. O es mi visión retrospectiva.
En todo caso fueron meses de comenzar a viajar hacia allá. Hacia el nuevo barrio que promete casa y trabajo. Barrio signado por la ley o más bien por el castigo, puesto que ha crecido en derredor de una institución carcelaria. Barrio cuyo nombre me sonaba a naturaleza, a conjunto de árboles de la misma especie y, con suerte, era algún militar de nuestra historia quien contenía la poética naturaleza en su apellido.
Sospecho que la vida allá será más calma. Al menos esa es la ilusión. Estará más regida por la naturaleza y sus tiempos. Si bien en un comienzo me desalentó que el árbol que estará junto a mi ventana no sea perenne, ahora creo que será una buena manera de recordar los ciclos. Sí, todo se vuelve gris en algún momento. Pero siempre está la primavera esperándonos a la vuelta de la elipse.

sentires diarios

El sonido de la afeitadora que me recuerda que son las 6.00 de un día lunes. El sabor tutti frutti del flúor para enjuagarse los dientes. El excesivo perfume de los Pampers Juegos y Sueños. La suavidad del pelo de mi bebé, ahí donde se le enrula, junto a la nuca. La visión de la taza casi vacía con el saquito de tilo, abandonada frente a la compu.

El chiflido del broncoespasmo.  El gusto del pan casero, siempre de salvado. El olor del ají asándose sobre la hornalla, así, sin mediaciones. La textura de las cuerdas más gruesas (las más graves) de la guitarra. El descubrimiento del cadáver de una cucaracha en mi campo visual recortado desde la óptica que me da el trono del baño.  

El «miau» de mi hijo, en falsete, imitando a la gata. El gusto del dulce de leche, a cucharadas, como refugio del mal humor en alguna madrugada insomne. El aroma del sahumerio que se consume junto al potus y cuyos restos quedarán eternamente abonando la tierra. La consistencia del algodón antes de humedecerse, unas veces con óleo calcáreo, otras con quitaesmalte. La contemplación del trencito de cuentos de tapa dura, parados de costado medio en V, irrumpiendo a mitad de la escalera.

al señor del Renault 11 rojo

Un día de sol puede que vea tan solo un auto sobre la vereda, puede que piense que qué lindo el color o qué feo que se le oxidó la parte de atrás. Puede que piense que lo subió a la vereda para bajar más fácil las cosas del baúl, que no lo entró en el garage porque iba a volver a salir pronto, que olvidó bajarlo a la calle otra vez.

Si lo veo por segunda vez y justo vengo del jardín y tuve 4 horitas tooodas para mí, si ese día el padre de la criatura no trabajaba y se lo llevó un rato a lo del abuelo y yo estoy yendo a la quesería sola, sin niño y sin fucking paragüitas, puede que vuelva a ser anecdótico el auto sobre la vereda. Puede que sólo me suscite algún recuerdo sobre el comentario de mi madre de la multa que le hicieron por dejar el auto así.

Pero, señor del Renault 11 rojito, sepa que puede que yo venga de una semanita de pestesinjardín. Puede que venga de un finde de concubino ocupado-ausente. Puede que el niño se haya tirado encima un frasco de mermelada y lo haya encontrado comiendo arándanos granizados con vidrio. Puede que antes o después haya hecho un escándalo por un yogurth en la cola del super. Puede que se haya tirado al piso a patalear en 3 casas de electricidad. Puede que yo haya subido y bajado la escalera de casa literalmente 18 veces con los 11 kilitos encima. Y puede que ese hermoso paseíto en coche sea un intento desesperado por adormecer al niñito de mi corazón y tener 40 minutos de paz. Puede que antes de encontrarme con su auto, por tercera vez, sobre la vereda, ocupando absolutamente todo el ancho, obligándome a bajar y subir el cordón con el coche una vez más, haya luchado con quichicientas baldosas rotas. Sepa que en el mejor de los casos puedo tener papel y lapicera a mano y dejarle un simpático cartelito en el parabrisas recordándole la prohibición de estacionar donde usted lo hace y explicándole las razones por las cuales acuerdo con la ley. Mis razones.

Pero también puede que no quede en mí ya ningún rastro de civilidad y arremeta por el mínimo pasillito entre su capot y la puerta de su garage con mi Kiddy C 12 Verde Manzana y ay, no quisiera usted salir justo en el momento en que se produzca el rayón. Imagínese si tiene el tupé de protestar por el rayón. ¡Imagínese! No, señor. No se meta con una madre 20 hs. diarias de niño en edad de berriche, exploración del mundo y cero noción del peligro. Cuídese y cuide sus pertenencias. Porque como dijo una de mis amigas, nadie tiene la más mínima idea de cómo son las hormas del zapato del otro. Pero puede que ese día mi capacidad didáctica no sea exactamente digna de admiración…

 

 

 

 

postales del fin del secundario

«Profe, la próxima clase tengo que llegar más tarde porque voy a acompañar a mi novia el hospital, que está embarazada»

«Profe, ¿puedo ir a comprar un pañal? enseguida vuelvo»

«Profe, ¿cómo nos va a evaluar? mire que el año pasado nos pusieron 10 a todos»

«Profe, ¿nos va a llevar de excursión? la profe de historia nos quería llevar al museo»

«Profe, yo tengo un ejemplo de problema de comunicación: el año pasado teníamos en otra materia a una cheta que nos hablaba en difícil y no entendíamos nada…»

 

El mate circula por las dos mesas, que más bien son tablones sobre caballetes. Mate dulce. Mate con yuyos. A un costado, sobre el piso, carteles del concejal. Una nena toma la teta, un bebé duerme en un huevito sobre el tablón. Devuelvo el mate y giro hacia el pizarrón para retomar una idea que apunté recién. Entonces descubro a un rubiecito decorando los primeros 30 cm. con garabatos de tiza blanca. Él nos acompaña porque no había vacantes en sala de 3. Recién el año próximo podrá escolarizarse.

El local no tiene cartel en el frente. Cuando crucé la avenida adiviné el lugar por la acumulación de gente en la puerta. Y en el atisbo de duda, uno me interpeló «usted es la profesora ¿no?».

Cuando desensillé me presenté y pedí una ronda de presentaciones. Así me enteré de que la señora que me armó la lista de alumnos y que tiene la llave del lugar no es la responsable sino una alumna bien predispuesta, la mayor (61), la que en un mini recreo me consultó «¿qué carrera piensa que puedo estudiar cuando termine?». También conocí al zapatero, de 42 años, que por tercera vez pasa por las aulas de escuela media y esta vez sí se recibirá, junto a su hijo de 20 -se graduarán a la par-. Y me enteré de que la que amamanta a la beba en el fondo tiene 3 hijos más y quiere terminar el colegio porque cree que se está volviendo necesario para conseguir trabajo.

Me toca dar dos materias seguidas. No salgo y vuelvo a entrar con otra ropa. Podría intentar cambiarme tras la mampara, allá donde está la anafe que calienta el agua. Pero no. Soy la misma y ellos lo saben. Intento respetar dos horas para cada materia, pero a la vez busco vincular los temas y me confundo más de una vez. Ellos también. Entonces me relajo y concluyo que martes y jueves daremos ciencias sociales. O que las ciencias sociales serán la excusa para leer, escribir, intercambiar opiniones y aprender de todo un poco, de todos un poco. Porque yo también aprendí. Explicando el antiquísimo cuadro de emisor, receptor, mensaje y código, aprendí POLAR ZENIT (un código militar para hablar en clave). Buscando juntos ejemplos de problemas de comunicación entre personas que no manejan el mismo código, aprendí palabras en quichua.

Antes de irme junté las hojas con el trabajo que hicieron en clase. Les pegué una ojeada y descubrí tantas faltas de ortografía como colores y prolijos subrayados. El ejercicio consistían en definir con sus propias palabras comunicación social, o bien rescatar brevemente qué les quedó de la primera clase de Comunicación y Medios. «Que no nos metan el perro», rezaba la primera hoja. Desde algún lugar, Freire sonrió.

 

 

el ciclo sin fin

Hace unos días se descompuso mi abuelo. Terminó de comer su postre, se paró y se quedó duro. Se le fue la mirada y se fue cayendo en bloque sobre mí. Está más flaco pero es alto, no sé cuánto pesará, pero pesaba porque estaba duro, no oponía resistencia a la caída, era «peso muerto». Recién ahora reflexiono sobre el adjetivo, pero en ese momento realmente pensé que se moría. Y yo no lo podía atajar, porque en un brazo tenía alzado a P. y con el otro no llegaba a resistir tanto peso. Y me vi entre los dos extremos generacionales, con mi hijo que comienza a caminar y está pronto a dejar los pañales, y mi abuelo que está dejando de andar y comienza con los descartables.

Mi abuelo tiene 86. Si bien todos podemos pasar para el otro lado dentro de 5 minutos, es lógico pensar que él tiene más fichas compradas. Pueden quedarle dos días o diez años, nadie lo sabe. Saber… Yo sé que se puede morir en cualquier momento. Hace rato que lo charlamos con mi mamá. Pero el sábado lo sentí. Pasó por mi cuerpo. Sentí que se moría.

Podría escribir un libro sobre mi abuelo. Es, lejos, una de las personas más interesantes que conocí. Además de por momentos la figura masculina más fuerte de la infancia, quizás de la adolescencia.

Siempre dijo que para él la muerte es la muerte del cerebro. Nunca fue amante de los deportes o las danzas y habiendo cerrado tempranamente su vida sexual -tras una separación terriblemente dolorosa-, el placer de la vida lo hallaba en su cabeza: componer canciones, leer sobre ciencia, filosofar conmigo sobre el sentido de la vida, las religiones, etimología y tantas otras cosas.

Ya no está tan lúcido, por momentos está perdido o desmemoriado y me da mucha tristeza. Pero también tiene buenos días. En aquellos, le toca el piano a P. o pide que le escriban su música.

En su formación autodidacta sobre los vericuetos del lenguaje, conoció la palabra chozno. Varias veces me explicó que chozno es el hijo del tataranieto y que, curiosidad de la lengua, no existe el término que lo complementa: no hay palabra para llamar al padre del tatarabuelo. No importa. No la necesito. Dentro de medio siglo voy a estar hablándole a mi bisnieto de mi abuelo, que seguirá vivo en memoria y un poquitito también en su chozno.

 

del tiempo, el espacio y la niñez

No me gusta el lugar donde vivo. El depto. es chico, está en mal estado, me siento encerrada. Odio estar acá, no veo la hora de mudarnos. Pero a veces lo veo a él y pienso en la mirada de niño. Por empezar, cuando uno es chico las dimensiones son otras. El tiempo y el espacio son mucho mayores. Entonces veo la distancia que tiene que recorrer mi hijo para llegar de la puerta a la alacena y pienso que para él debe ser un buen trecho. Pero además, de chico no tenemos el concepto de fealdad. Al menos no de la misma manera que el adulto. Cuando uno es chico puede considerar que es feo el guiso de mondongo. Pero no necesariamente una pared descascarada. 

Cuando tenía 5 años mis papás compraron su primera casa. Nuestra primera casa. O mejor, depto. Con muchas ganas, se la fueron apropiando, pintando, agregando, modificando. Cerraron una puerta que iba del comedor a la cocina, le mandaron a hacer postigos a la ventana y el comedorcito pasó a ser mi pieza. Me compraron una cucheta, aunque era yo sola, un escritorio con estantería y cuatro cajones y mi papá me pintó un paisaje en las paredes. Era la envidia de todas mis compañeras.

A lo que era originariamente una de las piezas, le abrieron una puerta al pasillo. Pintaron la ventana de bordó y pusieron una puerta de madera con un llamador. Puro adorno, porque teníamos timbre, pero era uno de mis objetos favoritos de la casa: una especie de caballero con cabeza de animal, de metal, que lo levantabas y al caer golpeaba con otro metal y «llamaba» (¿qué habrá sido de él?).

El baño tenía una bañadera manchada de amarillo, como si fuera lavandina, que me daba impresión. Mi mamá insistió en que no pasaba nada pero yo me negué rotundamente y a los cinco comencé, entonces, a bañarme en ducha.

A su pieza mis papás la pintaron de verde agua. Un color bastante feo, por cierto. Y ahora que lo pienso, mi hermano menor, que no llegó a conocer esa casa, eligió el mismo color muchos años después para su pieza. Le mandaron a hacer un placard que llegaba hasta el techo -que era, de por sí. bastante alto- pero por falta de presupuesto a las puertas las dejaron para más adelante. Tanto más adelante que nos terminamos mudando, siete años después, y el placard seguía sin puertas. De todas maneras, a mí me gustaba así. Me podía pasar horas mirando el caótico orden de bolsas y cajas con ropa de invierno o verano, según la ocasión, ventiladores o estufas y tantas otras yerbas.

La cocina era diminuta. Tanto, que la mesa se doblaba al medio y la usábamos así, por la mitad y contra la pared. Yo me sentaba en una punta, mi mamá en el medio y mi papá, cuando estaba, en la otra punta. Compraron un lavarropas automático y mi mamá insistió con ponerlo adentro. Le puso una «carpetita» y pasó a ser uno de los muebles más lindos que teníamos.

Un patio era guardabicicletas y pelopincho en verano. En el otro, el del lavadero, mi papá puso unos ganchos con ruedas, no sé cómo se llaman, una compleja ingeniería para que las sogas pudieran, una vez colgada la ropa, alzarse a tres metros de altura. El problema solía ser bajar las sogas. Evidentemente el sistema no era tan bueno porque la parte 2 implicaba cazar las sogas con el escurridor de pisos para bajarlas. Eso hacía que colgar y descolgar la ropa fuera de las tareas domésticas más divertidas para mí.

Seguramente mis papás hubiesen preferido que mi pieza no tuviera una puerta anulada junto a mi cama, un placard sin puertas o media mesa en la cocina. Probablemente querían vivir un poco mejor. Pero eso hacía que mi casa fuera mía, tan particular, tan nuestra.

Ahora, que me encuentro haciendo mi propia casa, me pregunto cuál será la mirada de mi hijo sobre ella. Y recorro los cimientos pensando en qué rinconcito se meterá para las escondidas, qué pared decorará con crayón, en qué planta encontrará el primer bicho bolita.